martes, agosto 15, 2006

Odisea

Prendo un cigarrillo, escribo un par de versos tristes como si volviese a inventar al Arte y me digo "todo anda bien Alejandro, no hay nada malo con el mundo, ni tampoco contigo. Solo relájate y concéntrate en crear: recuerda que ya tienes silencio y quietud".

Pero es justo entonces que mi visión empieza a volar por sí sola, se mueve, navega por el aire y el humo de la reducida sala donde me encuentro. Me encuentro sentado, con el cabello muy largo y cayendo hasta casi mis ojos. El rostro que aún no se decide por ser o cobrizo o blanco, lleno de un brillo propio de mi edad de cambios y de pueril humanidad, se ve adusto e introspecto, mirando para sí un interior que siente ya no tiene, que casi se ha perdido en el tiempo, el espacio y la desazón de saber que no sabe absolutamente nada.

Mi propia espalda encorvada de tanto andar sentado escribiendo y soñando, mis ojos pequeños sobre las bolsas en las que se acumulan palabras y frases que dije o no fueron dichas durante la madrugada, mi nariz ancha que absorbe desesperada todo el aire que puede: todo me resulta tan repulsivo, todo tan verdadero, tan real.


El bolígrafo se mueve entre mis manos; pierde y gana su peso con cada tensión de mis músculos.

La tenue luz del frío día de agosto sigue iluminando a mis palabras que jamás entenderán lo que pasa. Un viento helado trae consigo un recuerdo que llega a mi mente con mi sangre aún no derramada.

Mi aliento dibuja unas cuantas olas con significado únicamente para alguien en este mundo. Y quizá en el otro. Y se van esas figuras, esas runas perpetuadoras de mi propio olvido. Aún así, persevero fútilmente en la esperanza de que llegarán a oídos de ese fantasma que aún perturba mis sueños.

Ese espectro; lejos de ser un dolor pasado del cual sólo queda el resentimiento de las carnes y los huesos calcinados; es un sentimiento, un silencio, una presencia real. Una tea candente de música y abulia. Es un sollozo que me hace crear. Una melodía que me invita a cantar. Un dolor que me hace hasta hoy, tanto tiempo después, llorar.

En mi delirio casi cotidiano sólo logro hablar conmigo, pensando que lo hago con el tiempo al que hasta ahora maldigo. Hiero en el vientre a mi propia debilidad, a mis pecados presentes, pasados y futuros. Los que fueron, los que son y los que serán.

Nuevamente dos gotas de cristal recorren mis mejillas.

Levanto mi mano y con un ademán brusco aparto de mí a aquellos espejos del alma, muevo las columnas de la realidad infectada con lo que fue, lo que es y lo que debió ser. Todo colapsa ante mí, todo se cae (justo como aquella vez, aquella maldita vez).

Salgo a la ventana, le grito no al sol, me lanzo por ella a correr sin detenerme jamás. Saludo a los viajantes, a los comerciantes y a los amigos. Sonrío a los niños que nunca compartirán mi soledad. Salgo de la urbe cansada, triste, asquerosa y olvidada. Ya no la necesito. Salgo a ser libre, a vivir, a saltar y sangrar. A escalar una montaña, a mirar aquel horizonte de fuego, oro y nubes, a aquel mar de profundidades eternas que nunca llegamos a visitar, a navegar por entre dragones de cielo y sombras vacuas y antiguas.

A perderme finalmente en tu abrazo cálido, y allí dormir hasta el final.

...

Dejo la colilla en el cenicero. Tomo otro cigarrillo de la cajetilla ya casi vacía. “No hay vida allí donde sólo hay silencio”.

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